La vida los cruzó una mañana nublada de 1985 en el Barrio Gráfico de Godoy Cruz, Mendoza. Stella Maris Saavedra, una joven docente de Educación Especial, había enviudado muy joven y vivía con su mamá. Jorge Gustavo Díaz, “Gustavito”, era apenas un niño que, astuto y educado, se ganaba la vida como podía. Aquel día tocó el timbre en la casa de las dos mujeres y se ofreció a lavarles el auto.
Aquella madrugada, en efecto, cayó un aguacero, y aunque Stella olvidó el “acuerdo”, a la mañana siguiente “Gustavito” volvió a tocar timbre, con el trapo al hombro y listo para cumplir su promesa.
“Me compró. Supe que ese niño era especial, sobre todo por la pregunta que me hizo al despedirse. Contempló mi casa por fuera y me preguntó cómo había hecho para tenerla”, evoca la mujer, hoy de 69 años, casada nuevamente y viviendo en Caucete, San Juan.
Ni ella ni aquel “niño” que hoy peina canas y ronda los 50 años imaginaron el vínculo que iba a sellarlos para siempre: un lazo tejido a base de confianza, amor y una generosidad sin límites.
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“Lo contraté para cortar el pasto, sabiendo que necesitaba ayuda y que no me estaba equivocando. Teníamos un terreno grande; mi mamá amaba las plantas y le enseñó cómo cuidarlas. Más tarde, Gustavo se ganó la confianza de muchos vecinos que también lo contrataron”, recuerda.
Aunque tenía su propia familia, para Stella y Albertina, su madre, Gustavo era un hijo más, un hijo del corazón, como ella lo define hoy, orgullosa y con la satisfacción del deber cumplido.
Durante su infancia y adolescencia, Stella se convirtió en una suerte de tutora para Gustavo. “Me llevaban a elegir las zapatillas que tanto quería, a crédito. Ella era la solicitante y su madre la garante. Yo pagaba en cuotas a cambio de trabajo”, recuerda Gustavo, que hoy tiene su propio emprendimiento de jardinería y trabaja en el barrio Dalvian de Mendoza.
Stella no solo le dio oportunidades; también lo recomendó con su sobrino, quien tenía un vivero y necesitaba alguien de confianza. “Así fue aprendiendo y creciendo hasta que se hicieron socios. Hoy Gustavo trabaja de forma independiente”, dice Stella.
También recuerda el día en que su “protegido” se puso de novio: “Sentí algo maternal; quería saber quién se lo llevaba. Y cuando finalmente conocí a Alejandrina, supe que había sabido elegir”.
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Cuando Gabriel, el primer hijo de Gustavo, nació, no dudaron en elegir a Stella como madrina. Una madrina que siempre está presente, en los momentos felices y en los difíciles.
Gabriel, hoy de 32 años, tres hijos y trabajando junto a su padre, quiso mudarse a un mejor lugar. Nuevamente, apareció Stella con una solución para la familia.
“Tengo una casa en el barrio Champagnat que se desocupaba en ese momento y, como no puedo prescindir de ese alquiler, se la doné. Acordamos que me pagará cada mes, pero él sabe que esa vivienda quedará para él”, asegura Stella, quien recuerda cada llamada y cada gesto de Gustavo en épocas difíciles de su vida.
Las anécdotas se suceden una tras otra. Como aquella vez, ya instalada en San Juan, cuando su segundo esposo le dio una sorpresa para su cumpleaños número 60: “Organizó una fiesta e invitó a toda la familia de Gustavo. ¡Qué emoción tan grande! Se quedaron unos días de veraneo con nosotros y la pasamos hermoso”, recuerda.
Ella no tuvo hijos biológicos, pero siente a Gustavo como propio. “Uno se vincula con las personas a partir del amor, que supera esas barreras. Primero está eso, más allá de la sangre. Yo supe que valía la pena adoptarlo por su ejemplo y su fortaleza. Aun en los momentos más duros, jamás se quejó y siempre decía que estaba bien, peleándola. Por eso valoro su inteligencia y su espíritu de lucha”, reflexiona.
Y concluye: “Creo que Gustavo es un elegido. Nació en un entorno difícil, pero con un don de gente admirable. Es un señor con todas las letras, un hombre de palabra, como cuando era chiquito y cumplió su promesa de volver a casa a repasar el auto”.
La infancia en un asentamiento
Gustavo se ríe y se emociona al recordar su historia con Stella. “Vivía en un asentamiento y me las rebuscaba como podía, barriendo veredas, lavando autos. Teníamos que sobrevivir”, señala.
Recuerda la casa de Stella como “de estilo, hermosa”. “Le toqué timbre y le ofrecí lavar su auto. No me lo olvido, era un Citroën 3CV último modelo. Es cierto, estaba por llover, pero necesitaba llevar unos pesos a casa. Insistí y con toda dulzura accedió”, relata. Aprecia que Stella y su mamá, que ya no está, siempre lo trataron de igual a igual.
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“La palabra acordada” llevó a Gustavo a regresar y cumplir su promesa. A partir de ahí, creció un vínculo profundo. “Siempre, con el permiso de mis padres, solía ir con ellas a cumpleaños y eventos. Pasaban a buscarme y luego me llevaban a casa”, recuerda.
Cuando Alejandrina quedó embarazada, Gustavo y ella supieron que Stella debía ser madrina de su primer hijo. “Estuvo presente durante los nueve meses, llevándonos al hospital para los controles”, dice Gustavo. Otras veces, cuando ella viajaba a San Juan, le dejaba el vehículo con toda confianza: “Usalo para pasear”, le decía.
Hoy, Gustavo, felizmente casado y con tres hijos, aún guarda la respuesta que Stella le dio frente a su pregunta sobre aquella casa tan bonita: “Con mucho esfuerzo”, le dijeron.
“Esas palabras me alentaron a cambiar mi mentalidad y a pensar que querer es poder. Dios la puso en mi camino, y tenía que ser por algo. No me alcanzará la vida para agradecer su generosidad”, concluye.