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En primera persona

Carta de una "sobreviviente": el crudo relato de una sanjuanina que aprendió a sobrellevar el dolor de un abuso

"Sobrevivir no es sanar" es un poderoso testimonio de la lucha y la resiliencia de una sanjuanina que cuenta que el verdadero proceso de sanación es un viaje continuo.

Por Redacción Tiempo de San Juan

En un mundo donde el silencio a menudo envuelve las historias más dolorosas, la voz de aquellos que logran contar su verdad se convierte en un faro de resiliencia. Esta es la historia de una sanjuanina que tras enfrentar el horror de un abuso, encontró la fuerza para compartir cómo fue que se convirtió en una "sobreviviente".

Lo hizo a través de una carta a la que llamó "Sobrevivir no es sanar". En la misma cuenta el largo proceso que la ayudó a darse cuenta que "sanar" no es otra cosa que aprender a convivir con lo que le pasó. Cómo fue su infancia, el rol de su familia, su vida y su identidad después de ser abusada y una conclusión: "Mi peor experiencia de "sanación" fue darme cuenta de que, en realidad, nunca existió"

"Me vendieron la idea de que con el tiempo, con terapia, con esfuerzo, las heridas iban a cerrar, que algún día iba a mirar atrás sin dolor. Pero lo que encontré en el camino fue todo lo contrario. Sanar, si es que esa palabra tiene algún sentido, no fue un proceso lineal ni justo. Fue darme cuenta de que las cicatrices seguían ahí, de que lo que viví no se borra. Que mi historia está llena de momentos que me marcaron y que no importa cuánto intente avanzar, siempre vuelven. Sanar nunca fue encontrar paz, sino aprender a cargar con todo esto sin que me destroce del todo. Y eso, a veces, no parece suficiente", cuenta entre líneas esta sanjuanina que prefiere dejar de lado su nombre y apellido para llamarse "Sobreviviente".

La carta completa

" Sobrevivir no es sanar"

La enfermedad empezó como un murmullo, una sombra apenas perceptible en la boca del estómago. Se extendió con el tiempo, trepando por la piel como raíces en tierra húmeda, infiltrándose en la sangre, incrustándose en los huesos. No hubo fiebre, ni moretones visibles, solo una invasión silenciosa que la fue vaciando desde adentro.

Es como estar atrapada en una habitación sin puertas ni ventanas, donde el aire se vuelve pesado y cada pensamiento es un eco que rebota contra las paredes. No hay salida, no hay luz, solo una sensación constante de cansancio, de estar desgastada por dentro. El tiempo avanza, pero nada cambia. Los días pasan como páginas en blanco, y el mundo sigue girando sin que nada importe realmente. Intentó hablar. Pero la enfermedad tiene mil maneras de sellar la boca, de convertir las palabras en piedras pesadas que nadie quiere cargar. Cada vez que abría los labios, un nudo invisible le apretaba la garganta, robándole el aire, sofocándola en su propio silencio. Y cuando lograba soltar un hilo de voz, lo único que encontraba eran ojos llenos de duda.

Los que miran, pero no ven, los que escuchan pero no oyen, los que prefieren la comodidad de sus certezas antes que la incomodidad de la verdad. Porque es más fácil ignorar una herida cuando no sangra a la vista. Y así siguió, con la enfermedad expandiéndose como una plaga dentro de su cuerpo. Con el veneno filtrándose en cada pensamiento, en cada noche sin sueño. Quiso arrancársela, escarbarse hasta las entrañas para sacar la de raíz, pero ya era parte de ella. Una segunda piel que nadie podía ver, un peso que solo ella cargaba.

Con el tiempo, aprendió a callar. A fingir que no había nada podrido en su interior, que su cuerpo no era una casa en ruinas. Porque hablar significaba exponerse a la misma indiferencia de siempre, a las mismas palabras vacías, a la misma negación que convierte el dolor en un fantasma. Y entonces llegaron las soluciones empaquetadas en diagnósticos, en pastillas que prometían orden, pero solo sumergían en un letargo gris. Psiquiatras con miradas pacientes, psicólogos con preguntas que no quería responder. Intentaron decirle que había un camino, que la sanación existía, que todo era un proceso. Pero ¿cómo puede sanar algo que sigue supurando?

La sanación es una idea que muchos creen real, algo que supuestamente pasa con el tiempo o con esfuerzo. Para mí, no existe. No es un destino al que se llega ni un proceso que garantice que todo va a estar bien. Es solo una palabra que la gente usa para sentirse mejor, pero yo no la encuentro en mi realidad. Sí, el pasado interfiere, y el abuso sexual marca la forma en que me relaciono con mi vida, con los demás y conmigo misma.

Cuando intento orientar mi vida, siento que las decisiones que tomo están atravesadas por heridas que no terminan de cerrar. Me cuesta confiar en mi propio criterio porque alguna vez me quitaron el control, y todavía me pregunto cuánto de lo que elijo es realmente mío y cuánto es producto de lo que me hicieron.

Tener pareja con todo esto a cuestas no es fácil. El abuso no se quedó en el pasado, aparece en el medio de mi relación, en la forma en que vivo la intimidad, en cómo confío, en cómo percibo el amor. A veces siento que no sé separar lo que es real de lo que el trauma me hace ver, y eso pesa.

Con la fe me pasa algo parecido. Hay días en los que quiero aferrarme a algo más grande que yo, y otros en los que siento que no puedo confiar en nada. La religión habla de entrega, de confianza, de amor, pero cuando te lastimaron de esa manera, esas palabras pueden sonar vacías o incluso aterradoras. No sé si alguna vez podré discernir desde un lugar que no esté contaminado por lo que viví. Es una mezcla rara lo que siento por las personas religiosas. Por un lado, veo que muchas de ellas realmente creen en lo que dicen, que viven convencidas de que hay un Dios que nos cuida, que todo tiene un propósito, que el sufrimiento es parte de un plan mayor. Pero para mí, eso suena a fantasía, a una forma de aferrarse a algo que en la realidad no existe. Porque si Dios estuviera ahí, si realmente fuera amor y justicia, no habría permitido que me pasaran cosas tan horribles.

Me cuesta entender cómo pueden hablar de fe con tanta certeza cuando hay tanto dolor en el mundo. A veces los veo y siento que viven en una burbuja, alejados de lo que realmente pasa. Que repiten frases como “Dios les da las mejores batallas a sus mejores guerreros” o “ofrece tu dolor” sin darse cuenta de lo que esas palabras significan para alguien que ha pasado por abuso, por desesperación, por sentir que su vida no tiene sentido.

También me choca lo cerrados que son en su religión. Muchos no aceptan cuestionamientos, creen que su camino es el único correcto y no ven más allá de su fe. No entienden que para algunos, la religión no es un refugio, sino un recordatorio de abandono, de injusticia y de promesas vacías.

Sin embargo, hay momentos en los que envidio su seguridad. Porque, aunque me parezca una fantasía, debe ser más fácil vivir creyendo que todo tiene un sentido, que hay alguien velando por uno, que el sufrimiento no es en vano. Pero yo no puedo creer en eso, no cuando la realidad me demostró otra cosa.

Los terapeutas y consejeros son buenos porque intentan ayudarme, porque su intención es que esté mejor. Sé que su trabajo es guiarme, darme herramientas, hacerme ver cosas que a veces no puedo ver sola. Pero hay momentos en los que me enoja lo que dicen, lo que hacen o incluso su simple presencia. Me enojo porque a veces siento que no entienden del todo lo que viví, que hablan desde un lugar de teoría, pero no desde la experiencia real del dolor. Me enojo cuando me piden paciencia, cuando me dicen que todo es un proceso, cuando insisten en que las cosas pueden mejorar. Porque aunque sé que lo dicen con buenas intenciones, hay días en los que simplemente no quiero escuchar eso.

También me frustra cuando tocan puntos sensibles y no sé si quiero enfrentarlos todavía. A veces siento que me empujan a avanzar cuando yo todavía estoy atascada en un lugar del que no sé salir. Otras veces, me da bronca que me hagan pensar en cosas que preferiría no recordar.

Y después está la culpa. Porque sé que están tratando de ayudarme, y cuando me enojo con ellos, siento que soy yo la que está fallando. Que debería agradecer en lugar de resistirme. Que si me frustro o si no quiero hablar, es porque hay algo mal en mí. Así que es una mezcla rara: gratitud porque están ahí, porque hacen lo posible por ayudarme, pero también enojo, frustración y, a veces, la sensación de que no quiero que nadie más me diga qué hacer con lo que me pasó.

Crecí en un hogar donde el amor no era estable. Mis papás se separaron, y mi papá, en vez de ser un refugio, se convirtió en un hombre que apenas se acordaba de que tenía una hija. Nunca hubo un espacio seguro, nunca hubo estabilidad, solo la sensación de que no era una prioridad para él.

Y después estaba la familia. Esa que se supone que debería ser un refugio, pero que en realidad se convierte en una jaula. Nunca nada era suficiente. Si hacia algo, ¿por qué lo hacia? Si no lo hacia, ¿por qué no lo hacia? Siempre era ella la que estaba mal, la que tenía que cambiar, la que debía hacer más. Nadie veía lo que dolía, lo que costaba levantarse cada día y seguir adelante con todas esas cicatrices que nadie quería reconocer. Se armó una coraza, no porque quisiera alejarse, sino porque ya no podía soportar que la siguieran lastimando. Pero aun así, la señalaban. Decían que era fría, que era distante, que maltrataba a los demás cuando, en realidad, solo intentaba protegerse. Y, sin embargo, con todo lo que hacía, con la cantidad de ganas que le ponía a la vida, nunca era suficiente para ellos. Siempre era la equivocada, siempre la que tenía que pedir perdón, siempre la que debía ceder. Cuando, en realidad, era la más lastimada de todas.

Y como si eso fuera poco, el mundo también me mostró desde muy chica que no estaba a salvo. Cuando tenía seis años, un portón de 220 kilos se me cayó encima. No sé si fue la peor herida física que tuve, pero sí fue una de las primeras veces en que entendí que la vida no tenía reglas justas, que la seguridad podía romperse en cualquier momento.

Después vino el abuso, el golpe más fuerte, el que hizo que todo lo demás se sintiera aún más pesado. Y ahí es donde la supuesta sanación se volvió una mentira aún más grande. Porque intenté, de verdad intenté sanar. Fui a terapia, hablé, traté de reconstruirme. Pero cada paso adelante venía con recuerdos que me arrastraban de nuevo. Cada intento de confiar, de sentirme bien, chocaba con el miedo, con la culpa, con la rabia de saber que me arrebataron partes de mí que nunca pedí.

El abuso no solo deja cicatrices, también cambia la forma en que se experimenta el mundo, las relaciones y hasta la propia identidad. A veces siento que hay una versión de mí que existía antes de todo esto y que nunca voy a poder recuperar. Mi peor experiencia de "sanación" fue darme cuenta de que, en realidad, nunca existió. Me vendieron la idea de que con el tiempo, con terapia, con esfuerzo, las heridas iban a cerrar, que algún día iba a mirar atrás sin dolor. Pero lo que encontré en el camino fue todo lo contrario.

Sanar, si es que esa palabra tiene algún sentido, no fue un proceso lineal ni justo. Fue darme cuenta de que las cicatrices seguían ahí, de que lo que viví no se borra. Que mi historia está llena de momentos que me marcaron y que no importa cuánto intente avanzar, siempre vuelven.

Sanar nunca fue encontrar paz, sino aprender a cargar con todo esto sin que me destroce del todo. Y eso, a veces, no parece suficiente. Después de todo, no sé si la sanación realmente existe o si es solo una idea que la gente repite para convencerse de que el dolor no dura para siempre. Lo que sí sé es que sigo acá, con cada herida, con cada recuerdo que no desaparece, con cada pregunta sin respuesta.

No hay un final perfecto, no hay un momento en el que todo haga clic y de repente todo el sufrimiento tenga sentido. Lo que hay es seguir adelante como se pueda, con días en los que parece que nada pesa y otros en los que todo vuelve a hundirme. Tal vez nunca encuentre una paz completa, tal vez nunca pueda decir que sané. Pero sigo acá, y eso, aunque no parezca suficiente, es lo único real que tengo.

"Sobreviviente"

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