Por Alejandra Vigo
Para continuar, suscribite a Tiempo de San Juan. Si ya sos un usuario suscripto, iniciá sesión.
SUSCRIBITEEl femicidio, tipificado en el Código Penal argentino desde 2012, reconoce la violencia extrema que sufren las mujeres por razones de género y establece penas más severas para estos crímenes. Eliminar esta figura legal implicaría desproteger a las mujeres y minimizar la gravedad de estos delitos.
Por Alejandra Vigo
Senadora Nacional por Córdoba
La intención de eliminar la figura legal del femicidio y las leyes de paridad de género representan un retroceso inaceptable en la protección de los derechos de las mujeres y diversidades en Argentina.
Estas propuestas desconocen la realidad de la violencia de género, arraigada en nuestras sociedades y respaldada por datos concretos, e ignoran los avances en igualdad y justicia para las mujeres. Avances que forman parte de las obligaciones asumidas por el Estado argentino al suscribir tratados internacionales como la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Belém do Pará), que exigen políticas efectivas para erradicar la violencia de género incluso en contextos de crisis.
El femicidio, tipificado en el Código Penal argentino desde 2012, reconoce la violencia extrema que sufren las mujeres por razones de género y establece penas más severas para estos crímenes. Eliminar esta figura legal implicaría desproteger a las mujeres y minimizar la gravedad de estos delitos.
En el país, ocurre un femicidio cada 30 horas, una cifra alarmante que evidencia la necesidad de mantener y fortalecer esta tipificación legal.
Asimismo, las leyes de paridad de género y los cupos laborales para minorías sexuales buscan corregir desigualdades históricas y garantizar una representación equitativa en ámbitos políticos y laborales. Su derogación significaría un retroceso en la construcción de una sociedad más justa e inclusiva, contrariando el principio de progresividad y no regresividad reconocido en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
Estas propuestas no son aisladas ni inofensivas; forman parte de un discurso político que no busca empatía ni reflexión, sino reacciones viscerales. Parecen priorizar la confrontación por sobre el rigor de los datos y la construcción de consensos. Esto desatiende los principios democráticos y los pilares del Estado de derecho, donde la protección de los derechos humanos no puede ser revertida arbitrariamente.
Resulta preocupante que esta puesta en duda de derechos consolidados se realice en nombre de combatir el déficit fiscal o la llamada "casta". La protección de la vida y los derechos de las mujeres y minorías no puede estar supeditada a argumentos economicistas que ya han demostrado consecuencias nefastas en otros ámbitos, como la jubilación, la salud y la educación pública.
Temas tan trascendentes no pueden modificarse por mero efectismo electoral y de manera unilateral. Son cuestiones ya discutidas y resueltas por la sociedad.
Históricamente, cada intento de modificar normativas clave mediante imposiciones autoritarias ha encontrado la respuesta de un pueblo movilizado en defensa de sus derechos.
Debemos fomentar debates honestos y constructivos, sin alimentar el odio ni la polarización. La violencia de género y las desigualdades estructurales persisten de manera evidente, y desmantelar las herramientas legales y políticas que las combaten es un retroceso inaceptable.
Gobernar requiere de respetar las instituciones y responsabilidad en el discurso. A esta altura, nadie cree en el discurso del odio, retrogrado y ofensivo. Es momento de exigir a los líderes que actúen con responsabilidad, porque sus palabras no solo construyen narrativas, sino que también modelan el futuro de nuestra sociedad.